RIKKI-TIKKI-TAVI (Ruyard Kipling)
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Esta es la historia de la gran guerra que Rikki-tikki-tavi llevó al cabo, sola, en los cuartos de baño del gran bungalow en el acantonamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó y la aconsejó Chuchundra, el almizclero, que nunca camina por en medio del piso, sino que se arrastra pegado a las paredes; pero Rikki-tikki-tavi llevó el peso de la lucha.
Era una mangosta, muy parecida a un gatito en la piel y en la cola, pero más semejante a una comadreja por su cabeza y sus costumbres. Sus ojos y el extremo de su inquieto hocico eran de color de rosa; podía rascarse en cualquier parte de su cuerpo con cualquiera de sus patas, ya fueran las anteriores, ya las posteriores; podía enarbolar su cola poniéndola como si fuera un escobillón y su grito de guerra, mientras se deslizaba por la hierba, era: Rikk-tikk-tikki-tikki-tchik.
Un día, una gran avenida veraniega se la llevó de la madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró, pateando y cloqueando como una gallina, hasta depositarla en una zanja a la vera del camino. Allí encontró un pequeño haz de hierbas que flotaba en el agua y se asió a él hasta que perdió el sentido. Cuando revivió, vio que estaba echada al sol en la mitad de un sendero de jardín, muy mal cuidado por cierto, y oyó que un niño decía:
-Aquí hay una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.
-No -dijo su madre-. Llevémosla adentro para secarla. Quizás no está realmente muerta.
La llevaron a la casa y un hombre grueso la tomó con el pulgar y el índice, y dijo que no estaba muerta, sino medio ahogada; así, pues, la envolvieron en algodón y le dieron calor, y entonces ella abrió los ojos y estornudó.
-Ahora -dijo el hombre grueso (el cual era un inglés que acababa de mudarse al bungalow) -, no la asusten y veremos lo que hace.
La cosa más difícil del mundo es asustar a una mangosta porque, de la cabeza a la cola, se la come viva la curiosidad. El lema de toda la familia de mangostas es: "Corre y busca." Rikki-tikki hacía honor a estas palabras. Miró el algodón, juzgó que no era bueno para comer, correteó por la mesa, se sentó y se alisó la piel, se rascó y saltó sobre el hombro del niño.
-No tengas miedo, Teddy -le dijo su padre-. Es su manera de hacerse amiga.
-¡Oh! Me hace cosquillas en la barba -dijo Teddy.
Rikki-tikki se asomó por el cuello del niño mirando hacia adentro, le olió una oreja y saltó al suelo, restregándose el hocico.
-¡Jesús! -dijo la mamá de Teddy-. ¿Y eso es un animal salvaje? Supongo que es tan manso porque lo tratamos bien.
-Así son todas las mangostas -díjole su marido-. Si Teddy no la coge por la cola y no la enjaula, entrará y saldrá de la casa todo el día. Démosle algo de comer.
Le dieron un poco de carne cruda. A Rikki-tikki le gustó muchísimo; cuando terminó de comerla se fue a la galería de la casa, se sentó al sol y erizó todos los pelos de su piel para que se secaran hasta la raíz. Después de esto, se sintió mejor.
-Hay más cosas que descubrir en esta casa -se dijo-, que cuantas pudiera hallar toda mi familia en su vida. Aquí me quedaré ciertamente para inspeccionarlo todo.
Todo el santo día se lo pasó dando vueltas por la casa. Casi se ahogó en las bañeras; metió el hocico en la tinta, sobre la mesa de escribir, y luego se lo chamuscó con la punta del cigarro que fumaba el hombre grueso, pues se había subido a sus rodillas para ver lo que era escribir. Al anochecer se fue al cuarto de Teddy para ver cómo se encendían las lámparas y cuando Teddy se acostó, Rikki-tikki se encaramó también en su cama; pero era una compañera sumamente inquieta, porque cada ruido la ponía alerta y tenía que averiguar lo que lo había producido. A última hora, los padres de Teddy entraron en la habitación para ver a su hijo y allí estaba Rikki-tikki despierta, sobre la almohada.
-No me gusta esto -dijo la mamá de Teddy-; podría morderlo.
-No lo hará -respondió el padre-. Teddy está más seguro con esa fierecilla a su lado que si lo acompañara un perro de presa. Si entrara ahora en el cuarto alguna serpiente...
Pero la mamá de Teddy no quería ni pensar en semejante cosa.
Al día siguiente, muy temprano, Rikki-tikki se fue a almorzar a la galería, cabalgando sobre el hombro del niño, y le dieron plátano y huevo pasado por agua, y ella se puso sucesivamente sobre las rodillas de cada uno, porque toda mangosta bien educada abriga siempre la esperanza de convertirse algún día en animal doméstico y de tener salas en donde corretear; además, la madre de Rikki-tikki (que había vivido en la casa del general, en Segowlee) le había enseñado cuidadosamente a Rikki qué debía hacer si algún día se hallaba entre hombres blancos. Después, Rikki-tikki se fue al jardín para ver lo que era digno de ser visto. Era un jardín grande, a medio cultivar, con espesos rosales de los llamados "Mariscal Niel", grandes como cenadores; naranjos y limoneros, bambúes y montones de hierba alta. Rikki-tikki se relamió de gusto.
-¡Magnífico cazadero! -se dijo, y la cola se le puso como escobillón de sólo pensarlo.
Correteó de un lado a otro, husmeando aquí y allá, hasta que oyó plañideras voces en un espino. Eran Darzee, el pájaro tejedor, y su esposa. Habían construido un hermoso nido juntando dos grandes hojas, cosiendo los bordes con fibras y llenando el hueco con algodón y pelusa, blanda como fino plumón. El nido se balanceaba mientras ellos estaban sobre el borde lamentándose.
-¿Qué sucede? -preguntó Rikki-tikki.
-Nos sentimos inconsolables -dijo Darzee-. Uno de nuestros cuatro pequeñuelos se cayó del nido y Nag se lo comió.
-¡Ah! -respondió Rikki-tikki- ¡Qué cosa tan triste! Pero yo soy aquí forastera. ¿Quién es Nag?
Sin responder, Darzee y su esposa se metieron en su nido, porque de la espesa yerba que crecía al pie del arbusto salió un silbido sordo... un sonido horrible, frío, que hizo saltar hacia atrás a Rikki-tikki medio metro de distancia. Entonces fueron saliendo de la hierba, pulgada a pulgada, la erguida cabeza y la extendida capucha de Nag, la gran cobra negra, cuya longitud era de metro y medio desde la lengua hasta la cola. Cuando hubo levantado del suelo una tercera parte de su cuerpo, permaneció balanceándose, tal y como se balancea en el aire un corimbo de "dientes de león", y miró a Rikki-tikki con aquellos malvados ojos de las serpientes que nunca cambian de expresión, cualquiera que sea la cosa en que esté pensando la serpiente.
-¿Quién es Nag? -dijo-. Yo soy Nag. El gran dios Brahma puso sobre nuestra gente su marca cuando la primera cobra extendió su capucha para que el sol no tocara a Brahma mientras dormía. ¡Mírame y tiembla!
Extendió entonces más que nunca su capuchón, y Rikki-tikki pudo ver detrás de él la señal como de unos anteojos y comparable en todo a la hembra en que encajan los corchetes. Durante un minuto sintió miedo; pero es imposible que una mangosta sienta miedo durante mucho tiempo y, aunque Rikki-tikki nunca había visto a una cobra viva, su madre la había alimentado con cobras muertas, y sabía muy bien que la misión de una mangosta grande en esta vida es pelearse con serpientes y comérselas. Nag sabía esto y en el fondo de su frío corazón también sintió miedo.
-Bueno -dijo Rikki-tikki y su cola empezó a erizarse de nuevo: Señales o no señales, ¿crees que es correcto comerse a los pajarillos que se caen del nido?
Nag meditaba y vigilaba hasta el más mínimo movimiento que se produjera en la hierba, detrás de Rikki-tikki. Sabía que el hecho de haber mangostas en el jardín significaba la muerte, tarde o temprano, para ella y para su familia; pero deseaba coger a Rikki-tikki descuidada. Así, bajó un poco la cabeza y la echó a un lado.
-Hablemos -dijo-. Tú comes huevos. ¿Por qué yo no había de comer pájaros?
-¡Cuidado, mira atrás! ¡Mira atrás! -cantó Darzee.
Rikki-tikki era demasiado lista para perder el tiempo mirando hacia atrás. Dio un salto en el aire, tan alto como pudo, y exactamente en aquel momento pasó por debajo de ella, silbando, la cabeza de Nagaina, la malvada esposa de Nag. Se había deslizado detrás de la mangosta, mientras ésta hablaba, para darle muerte; Rikki-tikki escuchó su rabioso silbido por haber errado el golpe. Saltó esta última casi atravesada sobre su espalda y si hubiera sido una mangosta vieja hubiera sabido que entonces era el momento de partirle el espinazo de una dentellada; pero temió el terrible latigazo que con la cola daba la cobra. Mordió, sin embargo, pero no lo suficiente y luego saltó fuera del alcance de aquella cola, dejando a Nagaina herida y furiosa.
-¡Malvado, malvado Darzee! -gritó Nag, azotando el aire a tanta altura cuanto le fue posible en dirección al nido que había en el espino; pero Darzee lo había construido fuera del alcance de las serpientes y no hizo más que balancearse. Rikki-tikki sintió que sus ojos le ardían y se le inyectaban de sangre (esto es una señal de ira en las mangostas) y se sentó, apoyándose en la cola y en las patas traseras, como un canguro, y miró en torno suyo, rechinando los dientes de rabia. Pero Nag y Nagaina habían desaparecido ya en la hierba. Cuando una serpiente yerra el golpe, nunca dice nada ni da ninguna señal de lo que hará en seguida. A Rikki-tikki no se le antojó seguirlas, porque no se sintió segura de poder combatir con dos serpientes a la vez. Así pues, se dirigió al caminillo enarenado, cerca de la casa, y allí se sentó para pensar. Era un asunto muy importante para ella.
Si leen ustedes libros antiguos de Historia Natural, verán que se dice en ellos que cuando una mangosta lucha contra una serpiente y es mordida por ésta, corre a comer una yerba que la cura. Esto no es cierto. La victoria sólo es cuestión de rapidez de miradas y de movimientos (a cada golpe de la serpiente, un salto de la mangosta), y como ningún ojo puede seguir el movimiento de la cabeza de una serpiente cuando ataca, las cosas ocurren de un modo más maravilloso que si interviniera alguna yerba mágica. Rikki-tikki sabía que todavía era joven y esto la hizo alegrarse mucho más al pensar que había logrado evitar el golpe que le habían dirigido por la espalda. Esto le dio confianza en sí misma y cuando Teddy vino corriendo por el sendero, ya Rikki-tikki estaba en disposición de que la acariciaran. Pero exactamente cuando Teddy se agachaba, algo se movió un poco entre el polvo, y una vocecilla dijo:
-¡Cuidado! Yo soy la muerte.
Era Karait, la pequeñísima serpiente color de tierra, que gusta de echarse en el polvo; su mordedura es mortífera como la de una cobra. Pero es tan pequeña que nadie piensa en ella, y así resulta mucho más dañina.
Los ojos de Rikki-tikki se inyectaron de nuevo y bailó delante de Karait con aquel balanceo particular heredado de su familia. Es algo muy curioso, pero es una marcha tan perfectamente balanceada que puede salirse disparado cuando se quiere desde cualquier ángulo de la misma, lo que significa una ventaja para habérselas con una serpiente. Si Rikki-tikki hubiera tenido más experiencia, sabría que se había metido en una empresa mucho más peligrosa que la de luchar contra Nag, porque Karait es tan pequeña y puede revolverse tan rápidamente que, a menos que Rikki la mordiera precisamente detrás de la cabeza, recibiría ella la mordida en un ojo o en un labio. Pero Rikki no sabía esto; tenía los ojos como ascuas y se balanceaba hacia atrás y hacia adelante, mirando dónde podría morder mejor. Karait atacó. Rikki saltó de lado e intentó lanzarse sobre ella; pero la malvada cabeza, gris y polvorienta, embistió, rozándole casi el hombro, y Rikki saltó por encima del cuerpo mientras la cabeza seguía muy de cerca sus patas.
Teddy gritó a la gente de la casa:
-¡Miren, miren! Nuestra mangosta está matando una serpiente.
Rikki-tikki oyó el grito de la madre de Teddy, y el padre corrió provisto de un bastón. Pero cuando llegó, ya Karait había embestido con poca prudencia y Rikki-tikki saltó, se arrojó a la espalda de la serpiente, bajó la cabeza entre las patas delanteras cuanto pudo e hincó los dientes en la espalda, lo más alto posible, y cayó rodando a alguna distancia. La mordida paralizó a Karait y Rikki-tikki se preparaba para devorarla empezando por la cola, según costumbre de su familia a la hora de la comida, cuando se acordó de que un estómago lleno hace que una mangosta se sienta pesada y que, si quería conservar toda su fuerza y agilidad, debería mantenerse flaca. Así pues, se fue a tomar un baño de polvo a la sombra de unas matas de ricino, mientras el padre de Teddy golpeaba a la muerta Karait.
-¿De qué sirve eso? -pensó Rikki-tikki- ¡Yo ya dejé todo listo!
Entonces, la madre de Teddy la levantó del polvo y la acarició, diciendo que había salvado la vida de su hijo; el padre manifestó que todo había sido providencial y Teddy mismo miraba todo con grandes y espantados ojos. Rikki-tikki estaba muy divertida con todo esto y, desde luego, no entendía ni una palabra. La madre de Teddy podía haberla acariciado lo mismo por haberla visto jugando en el polvo. Rikki-tikki se regodeaba de lo lindo.
Al anochecer, a la hora de la comida, mientras caminaba por entre las copas de vino, sobre la mesa, hubiera podido atiborrarse tres veces más de lo que necesitaba con muy buenas cosas; pero se acordó de Nag y de Nagaina y, aunque era muy agradable verse halagada y acariciada por la madre de Teddy y ponerse en el hombro de éste, los ojos se le inyectaban de cuando en cuando y lanzaba su largo grito de guerra: iRikk-tikk-tikkitikki-tchik! Se la llevó Teddy a la cama y se empeñó en que se durmiera debajo de su barba. Rikki era demasiado bien educada para morderle o arañarle; pero en cuanto Teddy se quedo dormido, se marchó a dar su acostumbrado paseo en derredor de la casa y, en la oscuridad se tropezó con Chuchundra, el almizclero, que se arrastraba junto a una pared. Chuchundra es un animalito que vive desconsolado. Llora y se queja durante toda la noche, tratando de decidirse a correr por el centro de las habitaciones, pero nunca llega hasta allí.
-No me mates dijo Chuchundra sollozando-. ¡No me mates, Rikki-tikki!
-¿Crees que el que mata serpientes, mata almizcleros? -respondió Rikki, desdeñosamente.
-Los que matan serpientes, serán muertos por ellas dijo Chuchundra más desconsolado que nunca-. ¿Cómo puedo estar seguro de que Nag no me confundirá contigo cualquier noche oscura?
-No hay la menor probabilidad de eso -respondió Rikki-tikki-; Nag está en el jardín, y yo sé que tú nunca vas por allí.
-Mi prima Chua, la rata, me habló... -dijo Chuchundra y luego enmudeció.
-¿De qué te habló?
-¡Chito! Nag está en todas partes, Rikki; deberías haber hablado con Chua, allá en el jardín.
-Pues no hablé con ella, por tanto ahora tú hablarás. ¡Pronto, Chuchundra, o te muerdo!
Sentóse Chuchundra y se puso a llorar de tal modo que las lágrimas le escurrían por los bigotes...
-¡Soy un desdichado! -sollozó-. Nunca tuve suficiente fortaleza de espíritu para correr por el centro de la sala. ¡Chitón! No debo decirte nada. ¿No oyes, Rikki-tikki?
Ésta puso atención. La casa estaba completamente tranquila, pero le pareció que oía un suavísimo roce, muy apagado, (ruido semejante al que produce una avispa caminando por el cristal de una ventana), el seco rumor que produce una serpiente al rozar sobre ladrillos.
-Es Nag o Nagaina -pensó- que entra por la compuerta del cuarto de baño. Tienes razón, Chuchundra, debí hablar con Chua.
Se deslizó suavemente hacia el cuarto de baño de Teddy; pero allí nada había, de manera que se dirigió al de la madre del niño. En la parte baja de una de las paredes de estuco había un ladrillo levantado, a guisa de compuerta, por donde penetraba el agua del baño y cuando Rikki-tikki entró, caminando por la orilla de los bordillos de albañilería sobre los cuales está el baño, oyó que Nag y Nagaina charlaban muy bajo en la parte de afuera, a la luz de la luna.
-Cuando la casa esté vacía -decía Nagaina a su marido-, ella se verá obligada a marcharse, y el jardín volverá a ser nuestro. Entra sin hacer ruido, y acuérdate de que al primero que hay que morder, es al hombre que mató a Karait. Luego sales y vienes a decírmelo, y entre los dos le damos caza a Rikki-tikki.
-¿Pero estás segura de que ganaremos algo matando a la gente? -dijo Nag.
-Lo ganaremos todo. Cuando no había nadie en el bungalow, ¿había acaso alguna mangosta en el jardín? Mientras el bungalow esté deshabitado, seremos el rey y la reina del jardín, y recuerda que tan pronto como se rompan los huevos que pusimos en el melonar y nazcan nuestros pequeñuelos (lo que podría ocurrir mañana mismo), nuestros hijos necesitarán espacio y tranquilidad.
-No había pensado en eso -dijo Nag-. Iré, pero no es preciso que le demos caza a Rikkitikki después. Mataré al hombre grueso y a su esposa, y al niño, si puedo, y luego regresaré tranquilamente; entonces, como quedará vacío el bungalow, se marchará Rikki-tikki.
Al oír esto, Rikki se estremeció de coraje y odio. La cabeza de Nag apareció en la compuerta y, luego, todo el helado cuerpo de metro y medio de largo. Rabiosa como estaba, Rikki-tikki sintió miedo al ver el tamaño de la cobra. Nag se enroscó en espiral, levantó la cabeza y miró el cuarto de baño en medio de la oscuridad. Rikki pudo ver cómo brillaban sus ojos.
-Ahora, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá, y si la ataco en campo abierto, en mitad del cuarto, las probabilidades estarán a su favor -díjose Rikki-tikki-tavi-. ¿Qué haré?
Se balanceó Nag, y luego la oyó Rikki-tikki beber en la jarra grande que servía para llenar el baño.
-Está bien -dijo la serpiente-. Veamos: cuando mataron a Karait, el hombre grueso llevaba un bastón. Puede ser que todavía lo tenga; pero cuando venga a bañarse por la mañana, no lo tendrá. Esperaré aquí hasta que venga. ¿Oyes, Nagaina? Esperaré aquí, al fresco, hasta que sea de día.
No hubo contestación desde fuera y así supo Rikki-tikki que Nagaina se había marchado. Nag enroscó sus anillos, uno a uno, en torno del fondo de la jarra y Rikki-tikki permaneció quieta, como una muerta. Al cabo de una hora empezó a moverse, músculo a músculo, hacia la jarra. Nag estaba durmiendo y Rikki-tikki contempló su ancha espalda, pensando cuál sería el mejor sitio para morderla.
-Si no le rompo el espinazo al primer salto -díjose Rikki-, podrá luchar todavía y si
lucha... ¡Ay, Rikki!
Contempló la parte más gruesa del cuello, bajo la capucha, pero aquello era demasiado ancho para ella, y en cuanto a una dentellada cerca de la cola, sólo haría que Nag se enfureciera más.
-Necesariamente, el ataque debe ser a la cabeza -díjose por último-; a la cabeza, por
encima de la capucha, y una vez hincados allí mis dientes, no debo soltar la presa.
Entonces saltó sobre la cobra. Tenía ésta la cabeza un tanto apartada de la jarra, bajo la curva de ésta; en cuanto clavó los dientes, Rikki pegó su cuerpo al rojo recipiente de tierra, para mejor sostener contra el suelo aquella cabeza. Esto le dio un momento de ventaja y le sacó todo el partido posible. Luego se vio sacudida de un lado a otro, como ratón cogido por un perro, de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas, describiendo grandes círculos; pero sus ojos estaban inyectados de sangre y mantuvo cogida a su presa, aunque el cuerpo de la serpiente azotaba el suelo como un látigo de carretero, arrojando al suelo un bote de hojalata, la jabonera y un cepillo para friccionar la piel Aunque la golpeara contra las paredes metálicas del baño, Rikki aguantaba de firme y apretaba cada vez más, porque estaba muy segura de que recibiría un golpe que acabaría con ella y, por el honor de su familia, deseaba que la encontraran, al menos, con los dientes bien apretados. Estaba mareada, dolorida y le parecía que estaban descuartizándola, cuando, de pronto, estalló algo semejante a un trueno, exactamente detrás de ella; cierto aire caliente la hizo rodar sin sentido, en tanto que un fuego muy rojo le quemaba la piel. El hombre grueso había despertado con el ruido, y había disparado los dos cañones de una escopeta de caza precisamente detrás de la capucha de Nag.
Rikki-tikki siguió sin soltar su presa, con los ojos cerrados, porque ahora estaba muy segura de estar muerta; pero aquella cabeza ya no se movía, y el hombre grueso la cogió a ella y dijo:
-Alicia, es nuestra mangosta otra vez; la pobrecilla nos salvó la vida a nosotros.
Entró entonces la madre de Teddy, muy pálida, y vio los restos de Nag, mientras Rikki-tikki se arrastraba a la habitación del niño para acabar de pasar la noche, mitad descansando, mitad sacudiéndose suavemente, para ver si en realidad estaba rota en cincuenta pedazos, como creía.
Al llegar la mañana, apenas podía moverse; pero se sentía muy contenta de lo que había hecho.
-Todavía me falta ajustar cuentas con Nagaina, lo cual será peor que cinco Nag juntas, y no hay que decir lo que sucederá cuando se rompan los huevos de que habló. ¡Santo cielo! Debo hablar con Darzee -se dijo.
Sin esperar la hora del almuerzo, Rikki-tikki corrió hacia el espino donde se hallaba Darzee cantando una canción triunfal a voz en cuello. La noticia de la muerte de Nag se había extendido por todo el jardín, porque el barrendero había arrojado el cuerpo al estercolero.
-¡Imbécil montón de plumas! -dijo Rikki-tikki, incomodada-. ¿Ésta es hora de cantar?
-¡Nag ha muerto!... ¡Ha muerto! ... ¡Ha muerto!... -cantó Darzee- ¡La valiente Rikki-tikki la cogió de la cabeza y no soltó presa! El hombre grueso trajo el palo que hace estruendo y Nag cayó partida en dos. No volverá a comerse a mis hijos.
-Es verdad eso, pero... ¿Dónde está Nagaina? -respondió Rikki-tikki, mirando cuidadosamente en torno suyo.
-Nagaina fue a la compuerta del baño y llamó a Nag -respondió Darzee-; pero Nag salió
puesta en el extremo de un palo..., porque el barrendero la cogió de ese modo y la arrojó al estercolero. Cantemos a la grande Rikki-tikki, la de ojos color de sangre... Y Darzee hinchó el cuello y cantó.
-¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría abajo a todos tus chiquillos! -dijo Rikki-tikki- No sabes hacer la cosa debida, a su debido tiempo. Estás a salvo allí en tu nido, pero aquí abajo estoy en guerra. Deja de cantar por un momento, Darzee.
-Por complacer a la grande, a la hermosa Rikki-tikki, dejaré de cantar -respondió Darzee-. ¿Qué sucede, matadora de la terrible Nag?
-Por tercera vez te pregunto: ¿dónde está Nagaina?
-Entre el estiércol del establo, llorando a Nag. ¡Grande es Rikki, la de los blancos dientes!
-¡Deja en paz a mis blancos dientes! ¿Oíste decir dónde guarda sus huevos?
-En el melonar, en el extremo que está más cerca de la pared, donde el sol da casi todo el día. Allí los escondió hace unas semanas.
-¿Y nunca pensaste que valía la pena decírmelo? ¿En el extremo, hacia el lado más cercano a la pared, dijiste?
-Rikki-tikki, ¿no se te antojará ahora ir a comerte los huevos?
-No; a comérmelos, precisamente, no. Darzee, si tienes una pizca de sentido común, volarás ahora hacia el establo, fingirás que tienes una ala rota y dejarás que Nagaina te persiga hasta este arbusto. Tengo que ir al melonar; pero, si voy ahora, ella me verá.
Era Darzee un ser de tan escaso seso, que nunca pudo tener en la cabeza dos ideas al mismo tiempo; y precisamente porque sabía que los pequeñuelos de Nagaina nacían de huevos, como los suyos, no creyó al principio que estuviera bien eso de matarlos. Pero su esposa era un pájaro discreto y sabía que los huevos de cobra significan cobras pequeñas para dentro de algún tiempo; por tanto, saltó del nido y dejó que Darzee cuidara de mantener en calor a los chiquillos y que continuara cantando acerca de la muerte de Nag. Darzee se parecía mucho a un hombre en algunas cosas.
La hembra empezó a revolotear delante de Nagaina, en el estercolero, gritando:
-¡Ay! ¡Tengo una ala rota! El niño que vive en la casa me tiró una piedra y me la partió -y se puso a aletear más desesperadamente que nunca.
Levantó la cabeza Nagaina y silbó:
-Tú le advertiste a Rikki-tikki el peligro que corría cuando yo pude haberla matado. La verdad, escogiste muy mal sitio para venir a cojear.
Y se dirigió hacia la esposa de Darzee, deslizándose por encima del polvo.
-¡El niño me la rompió de una pedrada! -chilló aquélla.
-¡Bueno! Que te sirva de consuelo, cuando estés muerta, saber que después le arreglaré las cuentas al muchacho. Mi marido yace en el estercolero esta mañana, pero antes de que caiga la noche, el niño también yacerá en completo reposo. ¿De qué te sirve huir? Estoy segura de cogerte. ¡Tonta, mírame!
La esposa de Darzee era demasiado lista para hacer eso, pues el pájaro que fija los ojos en los de una serpiente se asusta tanto, que no puede ya moverse. La compañera de Darzee siguió revoloteando y piando dolorosamente, sin apartarse nunca del suelo, y Nagaina apresuraba cada vez más el paso. Los oyó Rikki-tikki seguir el caminillo que iba del establo a la casa y se fue entonces rápidamente hacia la parte del melonar más cerca de la pared. Allí, en tibia paja, entre los melones, ocultos muy hábilmente, encontró veinticinco huevos, de tamaño aproximado a los de una gallina de Bantam, pero cubiertos de una piel blanquecina en vez de cáscara.
-Llegué muy a tiempo -dijo, porque a través de la piel pudo ver a las cobras pequeñas enroscadas y sabía que, en el momento mismo de nacer, podían cada una de ellas matar a un hombre o a una mangosta. Mordió el extremo de los huevos tan rápidamente como pudo, cuidando de aplastar a las cobras, y revolvió de cuando en cuando la yacija para ver si había quedado sin romper algún huevo. Al fin, quedaron sólo tres y Rikki-tikki empezaba a congratularse cuando oyó a la esposa de Darzee que gritaba:
-Rikki-tikki, he llevado a Nagaina hacia la casa y se metió en la galería, y ahora. . . ¡Oh!, ¡corre!... ¡Matará a alguien!
Rikki-tikki aplastó dos huevos y saltó del melonar con el tercero en la boca, corriendo en dirección a la galería tan aprisa como pudieron sus patas. Teddy y sus padres se hallaban allí, dispuestos a desayunar, pero Rikki-tikki vio que no comían. Estaban quietos, como si fueran de piedra, y sus rostros estaban blancos. Nagaina, enroscada en forma de espiral sobre la estera que estaba cerca de la silla de Teddy, y a distancia conveniente para morder la pierna de éste, se balanceaba, cantando una canción triunfal.
-Hijo del hombre que mató a Nag -silbó-, no te muevas. No estoy preparada todavía. Espera un poco... Que no se mueva ninguno de vosotros. Al menor movimiento, os salto encima. . . y si no os movéis, también os saltaré. ¡Oh, gente estúpida, que mató a mi Nag!...
Teddy mantenía sus ojos fijos en los de su padre, y todo lo que pudo hacer éste, fue murmurar:
-Estáte quieto, Teddy. No debes moverte. Teddy, manténte quieto.
Llegó entonces Rikki-tikki y gritó:
-¡Vuélvete, Nagaina, vuélvete y pelea conmigo!
-Cada cosa a su tiempo -dijo aquélla sin mover los ojos-. Ya arreglaré cuentas contigo dentro de un momento. Mira a tus amigos, Rikki-tikki; allí están, inmóviles y pálidos. Tienen miedo. No se mueven, y si te acercas un solo paso, los muerdo.
-Échales una ojeada a tus huevos -dijo Rikki-tikki-; allá en el melonar, junto a la pared. Ve y míralos, Nagaina.
Se volvió a medias la enorme serpiente y vio el huevo sobre el suelo de la galería.
-¡Aaah!. . ¡Dámelo! -dijo.
Rikki-tikki puso sus patas una a cada lado del huevo y, con los ojos inyectados, respondió:
-¿Cuánto me dan por un huevo de serpiente? ¿Por una cobra chiquita? ¿Por una cobra chiquita hija de rey? ¿Por la última, la última en verdad de una nidada? Las hormigas se están comiendo a las demás allá en el melonar.
Se volvió en redondo Nagaina, olvidándose de todo por su último huevo. Rikki-tikki vio que el padre de Teddy extendía su fuerte mano, asió del niño por un hombro, lo levantó por encima de la mesita y de las tazas de té, poniéndolo a salvo y fuera del alcance de Nagaina.
-¡Te engañé! ¡Te engañé! ¡Te engañé! Rikk-tick-tick... -dijo riendo Rikki- El niño está a salvo y fui yo, yo, la que cogí ayer noche a Nag por la capucha en el cuarto de baño.
Entonces empezó a dar saltos con las cuatro patas a la vez y la cabeza casi a ras del suelo.
-Me sacudió de acá para allá, pero no logró soltarse de mí. Ya estaba muerto cuando vino el hombre grueso a partirlo en dos pedazos. Yo lo hice. ¡Rikki-tikki-tick-tick! Ven, pues, Nagaina. Ven y lucha conmigo. No durarás viuda mucho tiempo.
Nagaina vio que había perdido la oportunidad de matar a Teddy y que el huevo continuaba entre las patas de Rikki-tikki.
-Dame el huevo, Rikki-tikki; dame el último que queda de mis huevos y me iré, y nunca regresaré -al decir esto, bajaba la capucha.
-Sí, te irás y nunca regresarás, porque te reunirás en el estercolero con Nag. ¡Pelea, viuda! El hombre grueso fue por su escopeta. ¡Pelea!
Rikki-tikki saltaba en derredor de Nagaina, manteniéndose exactamente fuera del alcance de sus embites, reluciéndole los ojillos como dos ascuas. Nagaina se replegó sobre sí misma y se lanzó contra ella. Rikki-tikki saltó hacia arriba y hacia atrás. La serpiente atacó una y otra vez, y su cabeza daba con sordo ruido contra la estera de la galería, enroscándose luego el cuerpo como la espiral de un reloj. Entonces saltó Rikki-tikki, describiendo círculos para colocarse detrás de Nagaina y ésta giraba en redondo para que su cabeza y la de su enemiga estuvieran siempre frente a frente, y el ruido que producía su cola sobre la estera era como el de las hojas secas que el viento arrastra.
Ya había olvidado el huevo. Allí estaba, sobre el suelo de la galería, y Nagaina fue acercándose más y más a él, hasta que, al fin, mientras Rikki-tikki se detenía para tomar aliento, lo cogió en la boca, volvióse hacia los escalones de la galería y se lanzó como una flecha al estrecho caminillo, perseguida por Rikki-tikki.
Cuando una cobra huye para salvar la vida, parece la punta de un látigo revoloteando sobre el cuello de un caballo. Rikki-tikki sabía que debía cogerla, porque de lo contrario todo habría sido inútil y tendría que volver a empezar. La serpiente se dirigió en línea recta hacia la hierba alta que crecía junto al espino y, al pasar corriendo, oyó Rikki-tikki que Darzee entonaba todavía su estúpido himno triunfal. Pero la esposa de Darzee era más lista. Se arrojó del nido en el preciso momento en que pasaba Nagaina y empezó a revolotear sobre la
cabeza de la serpiente. Si Darzee hubiera ayudado, podrían haberla hecho retroceder; pero Nagaina se limitó a bajar su capucha y a seguir adelante. Sin embargo, el momento que perdió al hacer esto le permitió a Rikki-tikki acercarse más y, cuando la serpiente se metió en la madriguera donde ella y Nag solían vivir, los blancos dientes de Rikki se clavaron en la cola de Nagaina, y ambas entraron juntas en la madriguera...
Ninguna mangosta, por vieja y lista que sea, se atrevería a hacer esto. En el agujero había completa oscuridad y Rikki-tikki no sabía si se ensancharía de pronto dándole a Nagaina el espacio necesario para revolverse y morderla. Aguantó firmemente y clavó las patas en el suelo a guisa de frenos en la oscura pendiente de aquella tibia y húmeda tierra. Luego, la hierba que estaba a la entrada del agujero dejó ya de moverse y Darzee dijo:
-Todo terminó para Rikki-tikki. Entonemos un himno por su muerte. ¡La valiente Rikki-tikki ha muerto! Seguramente Nagaina la matará allá, bajo tierra.
Púsose, pues, a entonar una fúnebre melodía improvisada, inspirada por el momento aquel y, exactamente cuando llegaba a la parte más patética, se movió de nuevo la hierba y Rikki-tikki, cubierta de polvo, se arrastró despacio fuera del agujero, relamiéndose los bigotes. Darzee enmudeció en seguida, dando un grito. Rikki-tikki se sacudió un poco el polvo y estornudó.
-Todo ha terminado -dijo-. Nunca saldrá ya de ahí la viuda.
Las hormigas rojas que viven en los tallos de la hierba la oyeron y empezaron a formar largas hileras para ir a ver si era cierto lo que decía. Rikki-tikki se enroscó sobre la misma hierba y allí mismo se durmió... Y durmió, y durmió hasta muy entrada la tarde, porque había tenido un día pesadísimo.
-Ahora -dijo cuando al cabo se despertó-, volveré a la casa. Darzee, cuéntale al calderero
lo que sucedió y él le dirá luego a todo el jardín que Nagaina ha muerto.
El "calderero" es un pájaro que produce un ruido del todo parecido al de un martillo que golpetea sobre un caldero de cobre; la razón de que siempre está haciendo ese ruido es que él es el pregonero de todo jardín indio y cuenta las noticias a quien quiera oírlas. Al caminar Rikki-tikki por el senderillo que conducía a la casa, oyó las notas de ¡alerta!, como las de un pequeño tam-tam de los que se usan para anunciar la hora de la comida y, luego, el acompasado "¡Din-don-tok! ¡Nagaina ha muerto!... ¡Don! ¡Nagaina ha muerto!... ¡Din-don-tok!". Al escuchar esto, cantaron todos los pájaros del jardín y las ranas croaron, porque Nag y Nagaina también comen ranas, lo mismo que pájaros.
Cuando llegó Rikki-tikki a la casa, Teddy, su madre (que aún estaba pálida, pues se había desmayado) y el padre salieron a recibirla y casi lloraron de agradecimiento. Aquella noche comió Rikki cuanto le dieron hasta no poder más y, luego, llevándola Teddy sobre su hombro, se fue a la cama... Allí la encontró la madre del niño cuando a última hora fue a verlo dormir.
-Salvó nuestras vidas y la de Teddy -le dijo a su marido-. ¡Figúrate! Nos salvó la vida a todos.
Rikki-tikki se despertó, sobresaltada, porque las mangostas tienen un sueño muy ligero.
-¡Ah! ¡Sois vosotros! ¿Por qué me molestáis? Ya murieron todas las cobras y, si alguna queda, aquí estoy yo.
Tenía derecho Rikki-tikki a sentirse orgullosa; pero no se enorgulleció más de lo justo y conservó el jardín como una mangosta debe conservarlo, defendiéndolo con los dientes, a saltos y de todas maneras hasta que ni una sola cobra se atrevió ya a asomar la cabeza dentro de las paredes del recinto.