EL AMOR Y LA MUERTE EN EL DIVÁN DEL TAMARIT DE FEDERICO GARCÍA LORCA
Laura Olivares
No se puede entender la poesía de Federico García Lorca sin adentrarse en su concepto del amor y de la muerte. Desde el Libro de poemas (1921) hasta los Sonetos del amor oscuro (1936), estos son dos de los temas fundamentales de su producción poética y aparecen en ella de forma recurrente, obsesiva, oponiéndose y nutriéndose mutuamente. En el Diván del Tamarit, obra póstuma, de inspiración árabe, la pasión amorosa y la implacable sombra de la muerte se convierten en protagonistas absolutas. En las Gacelas y Casidas, nombres que reciben los poemas, se sublima ese cosmos lorquiano mítico y místico, absolutamente original, en el que amor y muerte se enfrentan y se confunden en una dolorosa agonía provocada por el deseo de alcanzar una plenitud que está fuera del alcance del ser humano, imperfecto y mortal. El hilo conductor del poemario es la angustia: la angustia ante el amor (temática central de las Gacelas), que oscila entre el erotismo y el misticismo atormentado, y la angustia ante la muerte (tema en el que se centran las Casidas), destino último del ser humano, que se presiente ya, crudelísima e inexorable, en el terrible sufrimiento que representa el sentimiento amoroso.
El universo del Diván está poblado de jardines, magnolias, lirios, jazmines y huertos (símbolos de la vida, del amor, y de la delicadeza y fragilidad de ambos); pero no se trata de un universo idílico: también hay en él serpientes, cicuta, verdes musgos y algas, pozos, aljibes, estanques, y una luna de plata fría que se asoma con mirada torva, ávida de sangre, desde la altura de la noche (símbolos de la muerte). En ese cosmos se suceden los días y las noches en una eterna lucha de la luz con la oscuridad, de la vida con la muerte, del instinto con la razón, siendo las auroras y los atardeceres dolorosos momentos de conflicto, de choque o de separación de los amantes. En la "Gacela del amor desesperado", el día y la noche se confabulan para impedir el encuentro de los enamorados: “Ni la noche ni el día quieren venir/ para que por ti muera/ y tú mueras por mí”. A esta naturaleza, símbolo de un mundo atávico y sin pecado (el amor está por encima de la moral), pertenece el ser humano quien, a su vez, la ha traicionado y abandonado, falseándola con convencionalismos que han roto su equilibrio primigenio. Un intenso deseo de trastocar la realidad se refleja en la "Gacela de la terrible presencia": “Yo quiero que el agua se quede sin cauce,/ yo quiero que el viento se quede sin valles./ Quiero que la noche se quede sin ojos/ y mi corazón sin la flor del oro”.
El poeta, para quien sexo y espiritualidad son inseparables, está dispuesto a una entrega absoluta en busca de la fusión total (en cuerpo y alma) con el ser querido, pero no halla sino dolor, soledad y frustración. Así, en la "Gacela del recuerdo de amor", se muestra atormentado por la ausencia y se empeña en esperar el regreso de un amor imposible que él siente como el único lazo que lo vincula a la vida: “Me separa de los muertos/ un muro de malos sueños./ Doy pena de lirio fresco/ para un corazón de yeso. //Toda la noche en el huerto/ mis ojos, como dos perros./ Toda la noche, comiendo/ los membrillos de veneno”. Además, ni siquiera el placer que la unión sexual proporciona al enamorado alivia su amargura, pues lo atormenta lo prohibido de su amor, el secreto con que se ve obligado a llevarlo (hay que tener muy en cuenta la homosexualidad de Lorca, y el contexto social en que la vivió, para comprender el desgarro que el encuentro físico con el otro provoca en el yo poético y cómo afecta ello a su concepto general del amor). Esa pasión secreta y lacerante, cargada de erotismo, se expresa maravillosamente en los versos del primer poema del Diván, "Gacela del amor imprevisto": “Nadie comprendía el perfume/ de la oscura magnolia de tu vientre./ Nadie sabía que martirizabas/ un colibrí de amor entre los dientes”. Tampoco el anhelo de unión espiritual con el ser querido llega a realizarse jamás, por lo que el poeta sufre un dolor espiritual digno del más lacerante de los delirios místicos. Así lo muestran los versos de la "Gacela del mercado matutino", cuando el amante se lamenta de la imposibilidad de comunicarse con el amado: “Por el arco de Elvira/ voy a verte pasar,/ para beber tus ojos/ y ponerme a llorar. //¡Qué voz para mi castigo/ levantas por el mercado!/ ¡Qué clavel enajenado/ en los montones de trigo!/ ¡Qué lejos estoy contigo,/ qué cerca cuando te vas!”. Erotismo y espiritualidad, alma y carne confluyen en los poemas amorosos del Diván del Tamarit desembocando en una agónica imposibilidad de alcanzar la fusión absoluta del cuerpo y el espíritu de los enamorados.
Además del amoroso, hay otro conflicto que se plantea obsesivamente en el Diván: el del ser humano enfrentado a la muerte. En las Casidas, aparece por primera vez la figura de la mujer. La mujer desnuda representa la fecundidad. En ella crece la simiente que produce el milagro de la vida, sin embargo, como dicen los versos de la "Casida de la mujer tendida", ni siquiera la portadora de esa semilla conoce el misterio de su origen y tampoco conoce el más grande de todos los misterios, que es la muerte, a pesar de que es ella misma la conexión entre ambos: “Tu vientre es una lucha de raíces,/ tus labios son un alba sin contorno,/ bajo las rosas tibias de la cama/ los muertos gimen esperando turno”.
Tarde o temprano la muerte lo inunda todo, se lo lleva todo. Así, en la "Casida del llanto", las lágrimas son el símbolo de ese final de la vida. La palabra llanto se adueña del poema: “Pero el llanto es un perro inmenso,/ el llanto es un ángel inmenso,/ el llanto es un violín inmenso,/ las lágrimas amordazan al viento,/ no se oye otra cosa que el llanto“.
¿Qué ocurre cuando el corazón deja de latir? Si alma y cuerpo son inseparables, no habrá sosiego para el muerto. El sufrimiento sigue bajo la sepultura, en el cuerpo que se corrompe bajo tierra devorado por los gusanos. En la "Gacela de la muerte oscura", el poeta se niega a sucumbir ante ella. A pesar de la certeza de la muerte, el yo poético se resiste a aceptarla: “No quiero que me repitan que los muertos no pierden la sangre,/ que la boca podrida sigue pidiendo agua,/ no quiero enterarme de los martirios que da la hierba/, ni de la luna con boca de serpiente/ que trabaja antes del amanecer”. El miedo a ese final devastador y el deseo de evitarlo aparecen en la "Casida de la mano imposible", así como el anhelo de hallar un sentido a la existencia simbolizado por esa mano que mantendría al poeta conectado a la vida, evitando la llegada de la parca (luna): “Yo no quiero más que una mano,/ una mano herida, si es posible./ Yo no quiero más que una mano,/ aunque pase mil noches sin lecho. //Sería un pálido lirio de cal,/ sería una paloma amarrada a mi corazón,/ sería el guardián que en la noche de mi tránsito/ prohibiera en absoluto la entrada a la luna“.
Pero… ¿Cómo sobrevivir a la muerte? Dos son las formas de evitar la ponzoñosa mordedura: la primera, como queda reflejado en la "Gacela de la muerte oscura", consiste en alcanzar la prolongación de la existencia en esa especie de sueño plácido que duerme la naturaleza: “Quiero dormir el sueño de las manzanas/ alejarme del tumulto de los cementerios”. La ilusión del poeta es conseguir que la muerte sea una prolongación de la vida, que sea otra cosa o, simplemente, que no sea: “Pero que todos sepan que no he muerto,/ que hay un establo de oro en mis labios,/ que soy el pequeño amigo del viento oeste,/ que soy la sombra inmensa de mis lágrimas”. La segunda se halla en el retorno a la infancia perdida. La consciencia de la muerte empieza con la pérdida de la niñez, a la que desea regresar el poeta como proclama en la "Casida del herido por el agua": “Quiero bajar al pozo,/ quiero subir los muros de Granada,/ para mirar el corazón pasado/ por el punzón oscuro de las aguas”. El pozo y las oscuras aguas representan el fin de la infancia, que es una suerte de muerte. Allí quedó ese niño solo del que se habla en el poema más adelante: “El niño estaba solo/ con la ciudad dormida en la garganta./ Un surtidor que viene de los sueños/ lo defiende del hambre de las algas“. La niñez quedó atrás, en un reducto mítico protegido de las garras de la parca (reflejada en la imagen de las algas hambrientas) por el sueño y el agua del surtidor (símbolos de la vida).
El Diván del Tamarit contiene un universo poético personalísimo y contradictorio en el que la pasión, la sensualidad, el erotismo, la espiritualidad, el sufrimiento, la agonía y la muerte son el reflejo del alma de un hombre al que, a pesar de su intensa vida social, muy pocos llegaron a conocer en profundidad. Como dijo su amigo Vicente Aleixandre: «Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo”. Ahora lo sabemos.